martes, 13 de noviembre de 2012

ETERNARIO (FRAGMENTO)

Fue en la madrugada del 15 de abril de 1959.

Hacía seis días que Yorgos se había hecho a la mar y no había regresado.

Ni los viejos encaramados a las rocas más altas e imposibles de los acantilados lograban ver más allá de lo que veían al escrutar el horizonte. Aunque durante muchos años sus ojos hubieran estado sometidos al constante castigo del mar y al tormento del sol cegador que abrasara sus córneas, a pesar del salitre ardiendo en sus retinas, sus pupilas aún permanecían ágiles; al modo de precisos catalejos bien curtidos en innumerables galernas, rasos bajo las estrellas y coordenadas ocultas en el insondable mapa del firmamento, eran capaces de enfocar y distinguir desde muchas millas de distancia, tanto el color de una pestaña caída en la mejilla de una muchacha triste en un puerto, como la silueta recortada en la espuma lejana de las olas batientes de un náufrago a flote, aferrado a la salvación de un madero durante la noche.


Tal era el peso de su abatimiento, que ahora ni siquiera ellos se veían con el poder suficiente para atraer hasta el pueblo una brisa de esperanza o un mínimo gesto de benevolencia entre las arrugas que buscara guarecerse a la desesperada entre los pliegues de sus miradas salobres.


Yorgos, el más hábil y valeroso marinero del pueblo, había caído presa de un mal, como decían las viejas viudas, también muy hábiles en tejer en torno a quien fuera toda suerte de infames cuchicheos en sus frecuentes corrillos junto a las capillas blancas sobre el cerro. Desde hace poco, era frecuente oírsele a Yorgos fanfarronear a altas horas, al regreso de la taberna donde enjugaba en abundante ouzo su hígado hinchado, con pesaroso vaivén dubitativo, paso de baile desordenado, en ocasiones temerario. A lo largo de las tortuosas callejas empinadas se elevaba la misma cantinela de siempre, a trompicones por las escalinatas del cerro hasta su casa: "¡Cualquier día las hago callar! ¡Cualquier día las hago callar a todas!".

Bien conocida era la especial e intensa inquina de Yorgos contra "esas viejas putas", refiriéndose sin tapujos a aquellas viudas decrépitas que habían hundido su matrimonio con Marianna, en tiempos algo más felices. Y muy bien sabían aquellas mujeres el destino que podrían correr sus suertes en caso de que un perturbado Yorgos, ávido de saciar su honda sed de venganza, diera salida a todo aquello que con la lentitud de los años se le había terminado pudriendo mal en las entrañas.

Durante varios meses se había visto a Marianna frecuentar el muelle al atardecer. ¡Qué beatífica estampa de abnegada esposa en añoranza de su esposo, novio ahora de la mar! Sin embargo, novia ahora ella de un enigmático turista americano, bien entrado en años para la lozanía de la muchacha. Paseaban por la calle del puerto, espontáneos, divertidos. De repente la calle se llenaba de una risa blanca como la cal de las paredes, con su tacto rugoso e impreciso, con sus imprevistos altibajos. A su paso, los postigos azules golpeaban enérgicos al cerrarse a cal y canto ante aquella abominable y pecaminosa escena en una curiosa secuencia de dominó derrumbándose. Nunca iban de la mano. Al contrario. Mantenían una discreta distancia. Esto hacía pensar que Marianna andaba en cortejo con aquel apuesto y respetable caballero americano. Sobre todo porque sus citas siempre tenían lugar justo en aquellos días en que Yorgos faenaba en aguas más profundas, lo que prolongaba su ausencia lo suficiente.

Transcurrieron algunas semanas abundantes en conciliábulos; los mensajes corrían de casa en casa bajo las boinas de los chavales, convertidos de la noche al día en apresurados correíllos por un par de lepta que gastar en almendras fritas, cigarrillos, cerveza o jugando al tabi. Aquí cada cual sacaba su tajada.
Las viudas seguían reuniéndose donde cada tarde, junto a las capillas del cerro, para poner en práctica su refinado arte de la habladuría, que propagaban con suma destreza según conviniera. De modo que entre los vecinos comenzó a extenderse una creciente y contagiosa inquietud, irrumpiendo en cualquier cena y espesando el aire, ya de por sí turbio, de los húmedos dormitorios. Algunos decían que  hasta las almohadas susurraban hasta altas horas de la noche y que en el pecho de los pelícanos se ocultaban grandes secretos.  

Fue así como en pocos días se creó toda una red –especialistas eran en estas artes– consistente en la ubicación permanente de distintos puntos de información distribuidos por las diferentes zonas del pueblo que la feliz pareja recorriera dejándose ver sin apariencia del más mínimo atisbo de pudor. Puntos aquellos de donde partían hacia la figura de Yorgos y, en especial, la de Marianna, sin ninguna piedad, toda clase rumores descarnados, juicios de puertas adentro, maldiciones y muy de tanto en tanto, alguna que otra caritativa palabra de misericordia. Misericordia que no tuvo el consejo del pueblo al convocar a su regreso a Yorgos y sus convecinos en la plaza, aquella fría tarde de finales de marzo, con objeto de revelar públicamente lo sucedido durante las prolongadas ausencias en alta mar de éste, para vergüenza, deshonra y entredicho tanto de su persona como de la de Marianna, y objeto de escándalo para el resto; comidilla que picar entre idas y venidas, mientras se descansan las piernas, cansadas de tanta cuesta, tanto camino de cabras y tanto burro inútil.

Congregados ante el portavoz del consejo en la plaza, de pie varios escalones por encima, todos, incluido Yorgos, escuchaban con atención aquella encendida y fervorosa proclama. Ésta concluía, en consecuencia, de manera salomónica e inamovible con la resolución de investir a Marianna como proscrita por adúltera. Obrando conforme a la ley de Dios, y apelando a tan altísima instancia, se había ordenado su ingreso inmediato en un convento, lo que indudablemente la apartaría de indecentes tentaciones a través de la oración y el servicio a Dios Todopoderoso.

Atónito ante la barbarie que atravesaba su alma, incapaz de articular un sólo gesto, de mover una letra, emitido el veredicto, Yorgos cedió ante sus rodillas al tiempo que se cubría el rostro descompuesto con sus anchas manos, no fuera a caérsele en pedazos. Los hermanos mayores de Marianna ya la tenían sujeta por los brazos, dispuestos a ensillarla en una mula y custodiarla durante todo el trayecto desde el pueblo hasta el convento más cercano que aceptara novicias. Una turba desaforada se congregó amenazante en torno a Yorgos, objeto ahora de escupitajos, patadas, pellizcos y capones por parte de niños y mayores, como muestra de su hombría rota. Entonces, para evitar males mayores, el portavoz del consejo volvió a tomar la palabra, llamó al orden a los allí presentes y rogando que se disolvieran para no hacer todo todavía más difícil. Recuperando la sensatez, los parroquianos marcharon nuevamente a sus casas, entre murmullos y rezongues.

Un buen día, tras una noche de sonada borrachera que acabó en trifulca en la taberna, cosa nada inusual debido a la célebre proclividad de Yorgos por el pugilato de posada, desapareció. Zarpó en su bote muy de mañana rumbo a no se sabe donde, envuelto en delirantes alaridos mientras se alejaba en el mar y se acercaba la tormenta.

Las horas se hacían meses y los días, años. Entre gentes de lugares como aquel el tiempo es movimiento, y seguramente no se pueda encontrar entre sus expresiones y refranes populares ningún otro que los retrate mejor que: "más deprisa se mueven las palabras que los hombres". Ciertamente, todo lo que transcurría entre aquellas callejas de casas blancas colgadas de la piedra venía revestido de una lentitud de gasa. Pero las palabras siempre van más rápido y, por eso,  no tardó en llegar el día en que la preocupación,  tal vez fraguada en profundas herrerías donde cada golpe de mazo es una cuenta más que se pasa en el rosario de las culpas, comenzó a apoderarse hasta de los perros por la prolongada ausencia de Yorgos. Las viejas respiraban con cierta tranquilidad viendo sublimada en otro propósito la  probabilidad de una hecatombe, pero también andaban confusas, y esto quizá contribuía aún más a su inquietud; ese "no saber", comezón que ilumina la parte de atrás de cada cosa.

Muchos ya habían dado por muerto al desgraciado de Yorgos. Otros le hacían varado en alguna costa poco profunda, constantemente ebrio, berreando a los nueve vientos el dolor ingerido. Los niños imaginaban épicas batallas a arponazos contra gigantescas y temibles criaturas de las profundidades. Se oyó incluso hablar de sirenas, de tritones; se desempolvaron las viejas leyendas, pero casi siempre como consuelo entre trago y trago, o como distracción mientras se reparan las redes.

Fue de madrugada, seis días después. En torno a las cinco de la mañana un rumor estremeció a los lugareños. Un fuerte ruido, un estrépito que la bravura de las olas no podían disimular, irrumpió en el aire haciendo crujir las vigas del sueño más profundo. El aire se volvió denso; una mezcla de humedad y sal se colaba por las rendijas, provocando en los rostros aún entumecidos y pegajosos un extraño escalofrío.

Tras el brusco atraque Yorgos descendió del bote acarreando a sus espaldas un bulto que, a juzgar por su tamaño, debía tratarse de un buen ejemplar de algo muy parecido a un escualo. Era frecuente en ciertas épocas encontrar entre las redes algunos cazones, lo que suponía bendiciones y concurridos festejos por parte de los agraciados, sobre todo porque a veces conviene hacer saber a ciertas palabras que no deben ir tan rápido. Algo hacía pensar que no era este el caso; no era normal que a la sombra de tales acontecimientos tuviera lugar una inminente celebración en los días sucesivos, por lo que la sospecha volvió a instalarse en las ya de por sí tambaleantes certezas transitorias, propias de quienes siguen a pies juntillas incendiarias voluntades de una autoridad indiscutible, pues ahí es donde parece residir la integridad de muchos: en la fe ciega que el corazón no siente.

Torpemente, como quien trata con un cadáver de manera apresurada, aquel bulto comenzó a tomar forma de horrendas conclusiones en la imaginación de los primeros testigos. Algunos viejos llegaron incluso a adivinar el contorno de unos senos bajo la lona que envolvía el supuesto trofeo. Lentamente, el pánico comenzó a cundir conforme se vertía el agua en la palanganas. El desayuno salía entrecortado; rumores de una ahogada entre el pan y el queso; murmullos en forma de sutil reproche, pues a nadie le gusta al fin y al cabo salir sin la cara lavada o las manos.

Vencido al fin, se desplomó sobre la rampa del muelle junto al bulto. Me acerqué a él. Retorciéndose en el suelo gemía y balbucía palabras que no podía distinguir. Con ambas manos le sujeté la cabeza intentando que fijara su mirada en mí y así poder hablarle; pero no estaba en este mundo. Me incliné para examinar el bulto y observé que lo que fuera que se encontrase envuelto medía al menos dos metros y estaba dotado de una vigorosa cola de cetáceo que sobresalía por un extremo. Con ayuda de unos pocos que se congregaron, se logró desenvolver el bulto. Sin embargo, más que un cetáceo, lo que había atravesado el mar en ese bote junto a Yorgos era algo, o más bien, alguien bien distinto. Todos enmudecimos ante lo que tuvimos la ocasión de presenciar. De piel azulada aunque tersa que moldeaba unos rasgos suaves; una nariz exigua, cuyas dos cuencas eran en realidad dos hendiduras que se prolongaban por las mejillas hasta el cuello, a modo de branquias; la boca, prominente, recordaba a un caballo de perfil, aunque los labios bien podrían pertenecer a alguna princesa africana; los ojos eran rasgados y muy separados, casi se situaban a la altura de las sienes; la frente, amplia, dibujaba una graciosa curva sobre la que descansaba un tirabuzón de pelo cobrizo y vetas de jade; el resto de la melena ensortijada cubría buena parte de la espalda, ocultando un poderoso hueso dorsal que nacía en la base del cuello y descendía progresivamente estrechándose hacia donde empezaba la cola. Las manos, membranosas como las de las ranas, eran largas y estilizadas, de apariencia blanda y a la vez firmes y proporcionadas con respecto a la función que debían de cumplir; los brazos largos y atléticos, delicados y firmes, entrenados en las estelas de los buques. A nuestros pies, muerta, yacía una sirena.

Fue por ellas, por las sirenas y sus cantos, que Yorgos prolongaba sus ausencias. Sabía dónde se encontraban. Sabía navegar hasta ellas, penetrando en las nieblas de su propia desaparición. Pero se dio cuenta tarde de que no hay sirenas en tierra ni mujeres en el mar. En la tierra se espera a quien viene del mar. En el mar nadie espera por nadie.

Fue por ellas que Marianna dejó su encanto en los brazos de otro, frente al hechizo que los brazos de su esposo ya no le prodigaban porque del mar no venía su esposo, sino un amante. Pero sólo por una Yorgos estuvo dispuesto a permanecer con vida hasta que pudo, por la que era terrestre y también marina: Marianna. 

Yorgos murió al poco tiempo, ahogado tras caerse del barco en una borrachera. De Marianna no se supo más y tampoco del turista americano. La sirena fue pasto del mar. Nadie más volvió a hablar de aquello. De hecho, nadie volvió a hablar de nada en aquel lugar. Y yo me marché, pues nada me había llevado hasta allí. Y nada hacía que me quedara.



 

  

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